Recordando aquellas entrañables ferias de La Patrona en “La Llama”…

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Coincidiendo con el inicio de las fiestas patronales de Torrelavega, “El Diario Montañés” publicó un excelente suplemento coordinado por mi admirado compañero y gran amigo Mario Cerro. En él se incluyó un artículo mío titulado “El recinto ferial, eje de las fiestas”. Evocaba un ámbito inolvidable al respecto para todos los torrelaveguenses: La Llama. Allí se instalaban antaño las atracciones. Disfruté mucho escribiéndolo, recordando maravillosos momentos de infancia y juventud. Lo reproduzco a continuación como homenaje al ayer más entrañable, amigos de la web:

El recinto ferial del Zapatón es el eje sobre el que giran simbólicamente las fiestas de La Patrona. Desde hace años la alegría circula por sus arterias. En este amplio y ordenado espacio esperan a pequeños y mayores emociones y sonrisas sin fin. Lo integran ciento cinco atracciones, servicios públicos, seguridad, etc., y está abierto diariamente desde las seis de la tarde. Ir significa pasarlo muy bien. Los motivos, saltan a la vista. Los mayores porque tienen múltiples opciones para su gusto, que abarcan desde un castillo del terror hasta el descenso en rápidos navegando a bordo de una lancha neumática. Y los pequeños porque encuentran también todo tipo de ingenios mecánicos desarrollados a su medida. Mirando hacia atrás, los torrelaveguenses recordamos cómo era el arbolado recinto ferial de La Llama. Y detalles de huella profunda. Por ejemplo, los numerosos arcos con bombillas pintadas de colores que, colgados de cables, adornaban las diversas calles que conducían a la zona. Avanzar bajo su luz significaba intensificar las ganas de llegar a un efímero Paraíso. A cada paso aumentaban de manera incontenible las ganas de comprar fichas para montar en los coches de choque de “El Caspolino”; de observar la ciudad desde las alturas en la noria “Cervera”; de comprar papeletas para tentar a la suerte en la enorme “Tómbola de los Jamones”, que no faltaba a la cita ni un año; de adquirir una manzana bañada en caramelo rojo, una nube de algodón de azúcar, un cucurucho de aceitunas o unos trocitos de coco remojado por chorritos en bucle de agua; de dar vueltas en el moderno “Zig-Zag”; de entrar en la misteriosa caseta de “La mujer serpiente”, que mediante el truco de los espejos dejaba intrigado al personal; de ver a los intrépidos motoristas que, desafiando las leyes de la física, actuaban en el temible “Muro de la muerte”; de disparar en el “Tiro Retamosa” con la esperanza depositada en lograr, merced a la puntería, una foto con la novia; de montar en el “Tren de la Bruja” y recibir unos cuantos escobazos; de subir a los caballitos de “Ortega”, bellísimos corceles de madera en los que los niños nos sentíamos los habitantes más felices del planeta Tierra mientras papi o mami cogían, por sujetarnos, un mareo de campeonato mundial; de acceder a la caseta en la que los muñecos autómatas ejecutaban rutinarios movimientos; de gastar unas pesetucas en la tómbola de las tablillas, que exhibía provocativos premios, entre ellos televisores y unas altísimas baterías de cocina; de montar en “El cajón”, cosa propia, en exclusiva, de valientes; de comprar aquella máquina de fotos que, al apretarla, dejaba salir de su objetivo un simpático payasete con la lengua fuera; de montar en el “Torpedo”, que alzaba el gigantesco brazo de acero hacia el cielo y giraba a toda pastilla mientras los pasajeros flipaban, y algunos rezaban, agarrados a las barras de sus cabinas; de dar buena cuenta de la clásica rueda de churros, tan apetecibles ellos; de subir a la chocolatera, también llamada ola, y gozar en una de sus focas o tazas giratorias; de lanzarse a la aventura de “El látigo”, que metía unas sacudidas de tomo y lomo pero resultaba, de estar físicamente en forma el viajero, experiencia muy recomendable; de tirar con escopeta a los palillos que sujetaban un llavero, a las bolas que después sumaban puntos en un singular mini-campo de fútbol o, disparando corchos, llevar a casa unos cuantos botellines de licor que, al ser derribados, caían desde la balda de madera a una tela; de entrar en el laberinto de los espejos, del que tan difícil resultaba escapar (y tanto satisfacía lograrlo); de comer un delicioso bocadillo de chorizo asado a la parrilla, acompañado de la burbujeante “Mirinda”, en uno de los mesones del lugar y, por supuesto, ya de jovenes y adultos, mover intensamente el esqueleto en las verbenas al son de orquestas que interpretaban pasodobles, cumbias, boleros, cha-cha-chás y el dislocante twist. En fin. Todo ha cambiado notablemente al respecto, es obvio. Pero más en la forma que en el fondo, como demuestra la visita diaria al Zapatón de miles de personas de variada edad y condición social. Salta a la vista que quedan pocas (en realidad, cada vez menos), pero por fortuna aún hay tradiciones transmitidas de padres a hijos que no decaen nada, que se mantienen siempre igual de vivas. Disfrutar de las ferias es una de ellas. Aleluya.

La fotografía superior la hice el año pasado en las fiestas de Torrelavega. En ella se ve, precisamente, uno de los caballitos originales de “Ortega”, joya artística con las huellas propias del paso del tiempo. En él monté de niño muchas veces. Me emociona contemplar esta foto.